miércoles, 3 de noviembre de 2010

No me quedó más remedio que consolar a la pobre mujer

No me quedó más remedio que consolar a la pobre mujer. Le dije que en la parte de atrás de la furgoneta llevaba una manta y que si era urgente su necesidad podía desfogarse conmigo allí mismo.

Poco antes de llegar a su pedanía y junto a un corto camino que conducía a un bancal de almendros, aparqué la furgoneta, extendí diligentemente la manta sobre la amplia superficie posterior de la misma y allí consumamos el ayuntamiento carnal, aunque bien dicho lo que hice fue un ayudamiento sexual en toda regla.

Me dejó atónito la impresionante mata de pelo que tenía su pubis, el vigor con el que se empleaba en la asunción carnal, que como consecuencia me dejó fatigado y de cuya fatiga sigo sin reponerme, la notable molienda a la que sometió a mi desdichado y casi virginal cuerpo, su extremada y violenta fuerza y su compulsión, me dejaron agotado y reflexionando seriamente sobre la necesidad de crear una oenegé para tales menesteres.